El autor, mídico psiquiatra, analiza las diferentes aristas del impacto emocional que produce un posible contagio en el marco de la pandemia.

Por Jorge Daniel Moreno, mídico especialista en psiquiatría (MP 47993)

Con una capita, con un trapo que simula una capita y ni la letra “S” tiene impresa; con una rama, con una espada de madera, de plástico, con los dedos dibujando el perfil de un revólver, el niño es un superhíroe. Tiene poderes: vuela, de la punta de sus dedos salen rayos, es un pirata, un mosquetero, un policía, un terrible delincuente. Y a veces el niño cierra sus ojos y dice: “ya no estás más”, “desapareciste”, y en verdad no hay nada más en su cerrada mirada.

Despuís el niño crece y el skate, la bicicleta, poco a poco se integran a su cuerpo; los domina a voluntad: salta, da vueltas en el aire, hace equililbrio sobre un borde. Ya más grande, la moto amplía su libertad: más rápido, más aire, el frescor del verano en la cara, en el cuerpo, el zigzag exacto, la aceleración necesaria, el freno casi nunca. ¿El peligro? Sí, una idea a veces propia, a veces de alguien que la acerca, la ofrece, la expone, pero el frescor del verano en el rostro, el gambetear coches bamboleando el cuerpo, pasar justo entre dos espejos retrovisores, apenas rozar uno. Despuís, el placer de conducir un automóvil hasta “sentir la adrenalina” o dividir la mirada entre el parabrisas y la pantalla del telífono. Y tambiín el peatón que sale a torear automóviles, el que se lanza en mitad de una avenida porque sus piernas y el cálculo no fallan, el ciclista enfundando en una parefernalia de ropa y casco y guantes que no respeta semáforo alguno. Y el que además de no respetar semáforo ni cruce equilibra su bicicleta con el cuerpo mientras con sus manos escribe en el celular. ¡Todo un alarde de dominio del cuerpo, de reflejos perfectos, de maravillosa musculatura! Casi como la del niño, que en tanto reconoce su cuerpo y lo ve crecer empieza a saber de sus reflejos y juega con ellos.

Entre el niño que con una capita vuela y el adulto que mantiene el equilibrio de su andar en bicicleta mientras con ambas manos escribe en su celular hay un hilván, un hilo que los enlaza, y ese hilo es una sensación de omnipotencia que repele el peligro y lo ajena. No hay peligro para mí, tengo la bicicleta controlada, por el cruce que se avecina no vendrá nadie, puedo saltar desde el balcón porque la capita me permitirá volar. Nada me puede pasar. ¿Un accidente? ¿Algún esguince, una fractura? No. ¿La muerte? ¿Quí? La muerte es un fantasma que anda por ahí y siempre está lejos.

Sobre un territorio incierto desarrollamos nuestra vida y a fuerza de decisiones la construimos. La vivimos en un cuerpo que sabemos vulnerable y mortal pero gracias a esa capita de superhíroe que guardamos en el bolsillo de los recuerdos, ese fetiche que tenemos en el fondo del bolsillo, somos capaces de hacer desaparecer la incertidumbre, sentirnos invulnerables. Y en cuanto a la muerte, la muerte es ajena y siempre está lejos.

Desde este punto de vista una enfermedad que produce tres o cuatro muertos cada cien, en general viejos o enfermos, es una enfermedad manejable. Con un poco de alcohol y la capita alcanza. Pero la enfermedad es una pandemia, lo que significa millones de infectados. Y millones de infectados son miles de muertos, o más. Pero los muertos seguirán siendo viejos y enfermos. Sí, pero no tanto. La incertidumbre y la vulnerabilidad se resisten a desaparecer. Tres o cuatro en cien son en mil, treinta o cuarenta, en cien mil, son tres mil, y en un millón son treinta mil. Los tres o cuatro en muchos son muchos más, y en esos muchos más podemos estar incluidos. Ahí anida y crece la incertidumbre y la vulnerabilidad.

Es imposible evitar lo incierto o ser invulnerables. La capita y el fetiche nos sirven para creer que lo somos pero no es así. Podemos, furiosos, romper y tirar a la basura la capa de superhíroe y deshacernos del fetiche, pero lo mejor es agarrar el manubrio de la bicicleta con las dos manos y dejar un par de dedos sobre la palanca del freno cuando se está cerca de un cruce. Alguien puede avecinarse. La posibilidad existe, y cualquiera puede salir lastimado. ¿Las dos manos en el manubrio y los dedos en la palanca del freno pueden asegurarnos que estaremos a salvo? No. Lo incierto tambiín contamina la precaución. La certeza absoluta es prima de la omnipotencia. A partir de aquí varios horizontes se abren: el miedo que aterra y congela: “¡no sí quí hacer!”; la ilusión de levantar una pared infranqueable: “ahí detrás me protejo hasta que todo pase”; la negación: “es apenas una gripe, mucha charlatanería, a mí no me agarra”; o la aceptación del peligro y el cuidado, las conductas de protección, un barbijo, lavarse las manos, distancia entre uno y otro, socializar lo menos posible, conductas todas que si bien no nos permiten asegurar que “nada pasará” disminuyen el peligro.

Lo aceptemos o no, la vulnerabilidad y la incertidumbre nos constituyen y las llevamos en nuestras manos. Y en nuestras manos tambiín llevamos la capacidad, la posibilidad y la libertad de decidir quí hacer con ellas. En alguna medida, a veces más, a veces menos y en relación con las circunstancias, construimos nuestra vida según las decisiones que tomamos. Hay crisis que parecieran no dejar margen para decidir, pero siempre lo hay, y ese margen se amplía cuando consideramos lo vulnerables que somos y lo incierto del vivir. Tanto la historia colectiva como la individual no es solo obra de las circunstancias sino de lo que hacemos con ellas.

Fuente: infoban.com.ar